En las noches de aire limpio se pueden ver al bajar
de La Laguna a
Santa Cruz las luces que marcan el arco dorado de la playa de enfrente.
El mar me gusta en todas sus manifestaciones, pero hay una playa, esa playa, de la que conozco cada rincón, cada remolino, cada peña, el olor, la transparencia única del agua en su orilla, el tacto de su arena. Cuando pienso en mi playa se suceden las sensaciones como si de nuevo estuviera allí.
Está muy cerca de la casa donde nací, la casa de mi abuela, la de Fuerteventura, que se trasladó a vivir a Las Palmas después de casarse. Allí pasé todos los veranos de mi infancia que algunos años se alargaban de mayo a octubre. Todos los días cogía el clavo para jugar en la arena y un membrillo para enterrarlo en la orilla un rato (nunca supe por qué se hacía) y comérmelo después, y me iba descalza con el bañador y la toalla a pasar la mañana en Las Canteras, por la parte del balneario (cada grupo o cada familia tenía su zona fija).
Ese era nuestro universo en verano, siempre igual y siempre distinto: luminoso, nublado, con marea alta o baja, con mareas del Pino en septiembre; allí jugábamos, nadábamos, sebábamos olas, hablábamos, conocíamos gente. Y por la tarde volvíamos, pero a jugar en la arena o a pasear por las rocas de la playa chica cuando bajaba la marea, buscando burgados o simplemente disfrutando del placer de notar en las plantas de los pies el musgo resbaladizo o la roca seca o el charco.
Por las noches, después de cenar, todos los vecinos sacaban sillas o bancos a la acera (casi todas las casas eran terreras) y allí se formaban las tertulias mientras los niños jugábamos o nos contábamos películas en la calle.
En los
últimos días de septiembre la playa se quedaba casi desierta y cambiaban la luz y el
mar; se volvían grises. Era el momento de disolver los grupos que se habían
formado en el verano, de empezar a prepararse para el curso y de guardar los
bañadores.
Entonces no éramos conscientes de que la arena, el mar y el salitre se iban colando por todos los resquicios de nuestras almas y la playa se hacía parte de nuestra esencia.
¡Qué entrada tan bella, Lolina! Qué bien transmites el amor y la pasión que sientes por la playa de enfrente, tú playa. No sabes cuánto envidio el enorme privilegio que tienen tú y tu ciudad, al contar con esa maravilla natural. Cuánto me hubiera gustado disfrutar de una parecida por esta otra orilla.
ResponderEliminarEnhorabuena por la entrada y por el privilegio.
Aquí, más alejada de la capital, tienen la maravilla de El Médano. Uno de mis mayores placeres es recorrer esa orilla tan variada y preciosa y bañarme en ese mar vivo y energético.
EliminarPreciosa evocación entre el salitre y el clavo. Tú eras una virtuosa en el juego del clavo, una y otra vez se te quedaba perfectamente clavado en el montoncito de arena. Sí, la playa nos fue haciendo y las mareas reteniendo el testimonio de aquellos prodigiosos años.
ResponderEliminarAhora, pasado el tiempo, recordamos aquellos años como prodigiosos. Esperemos que nuestros hijos puedan disfrutar de cambios como los que nosotros vivimos entonces. Y que nosotros los veamos.
EliminarTodo lo que cuentas llega al fondo y la frase final, redonda.
ResponderEliminarLos de La Laguna no conocíamos playa, bueno, sí, la del Arenal, peligrosa para los que no nadábamos muy bien, pero cautivadora para los que sabían coger olas. Lo habitual era ir a las piscinas de Bajamar. Íbamos en una guagua renqueante que subía a menos diez la carretera de Tejina. Cuando por fin avistábamos el mar, el olor de los tarajales lo invadía todo y pasábamos por las charcas llenas de avechuchos, ya estábamos en las piscinas. Recuerdo cómo nos desvestíamos en las casetas que custodiaba D. Julián, un señor de pelo blanco, que sería joven, pero a los pequeños nos parecía un abuelo, y él nos daba la llave atada a un corcho blanquecino. Nos atábamos la cadena de corchos alrededor de la cintura y ¡ a nadar! Yo era ya talludita, siete años o así, y aún no sabía flotar. Le agradezco lo poco que sé ahora a mi tía Cristina que me dio un empujón un día que me cogió despistada al borde de la piscina grande. Pataleé como pude y aquí estoy. A tirarme de cabeza aprendí en Gran Canaria, en un bufadero de morenas que nunca vi, porque, de miedo, no abrí los ojos jamás. De Bajamar recuerdo también las tardes en que, tiritando de frío, con los dedos arrugados de tanta agua y muerta de hambre, merendaba un buen bocadillo de algo casero y un caféyleche calentito que traíamos en un termo... Cómo nos reconfortaba...
Yo también jugué al clavo en la arena y me comí muchos membrillos a la orilla del mar, pero los recuerdos que guardo de esa época son diferentes...Tenía catorce o quince años.
Me encantan tus recuerdos, Anónima. El trayecto hasta Bajamar no me lo habían contado nunca así y tampoco me hablaron nunca de D. Julián.Todavía hoy salgo del agua con los dedos arrugados después de una hora en remojo. Otro día me cuentas los recuerdos del clavo y el membrillo, ¿Arista?
EliminarAndrés Gutiérrez Duncanson: La playa de enfrente no sólo me recuerda el título de uno de los libros de Juan Cruz, sino que también me refresca que, no hace mucho, Las Canteras se me descubrió como el mayor libro abierto en el que estudia desde siempre la sociedad grancanaria.
ResponderEliminarSi Santa Cruz de Tenerife vive de espaldas al mar, Las Canteras entra en los soportales, inunda consciencias y su salitre trae incluso historias de otras orillas.
Sagitta brilla sublime en el resplandor de las crestas de la orilla que descubren las farolas de Playa Chica, allí donde los Padorno encontraron las algas vitales capaces de entrar en una botella lírica. Sagitta peina las arenas con dedos de niña; una niña que se sabe feliz, pues el oleaje la vuelve y la devuelve.
CARMELA: Desde chiquitita tan feliz, sabiendo disfrutar del tiempo en que vives con todo lo que para muchos son minucias pero que a ti te engrandecen día a día. ¡Así eres lo que eres!
ResponderEliminarY ahora, pasados once años, aquí estoy, en Bajamar, en el Nautilus, como en un barco varado en la orilla del mar. Había notado esa sensación en la playa del Castillo (Caleta de Fuste), en Fuerteventura, cuando veraneábamos en la única cada grande que había allí, junto al castillo, a la orilla del mar; también en El Médano, en el hotel Médano, metido en el agua. Ahora este lugar es el día a día de mi jubilación, aquí han crecido mis nietas, entre la playa del Castillo y las piscinas naturales, en verano, otoño, invierno y primavera. Y yo con ellas, disfrutando cada tarde juntas, creando recuerdos.
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