No es fácil. Cuando algo provoca sensaciones increíbles, te ha acompañado en
buenos y malos momentos, te recuerda épocas y seres queridos y te llena el
alma, da pudor hablar de ello y además no sabe una por dónde empezar.
A mí me gusta cantar.
He cantado siempre, con el corazón, y si hay una ocupación a la que no me
habría importado dedicar toda mi vida es esa. Y en realidad lo he hecho. Desde
pequeña he cantado sola y en grupo y, si alguien me pedía que lo hiciera para
otros, también lo hacía, venciendo la vergüenza enorme que me daba. De pequeña bajaba la
escalera de la azotea cantando y gesticulando, imitando lo que veía en
películas (Los gitanos sentados en torno a la hoguera con su voz plañidera
cantan penas de amor…); le pedía a mi padre que me dejara cantar en los
festivales populares de las fiestas del barrio canciones como “La lirio, la
lirio tiene, tiene una pena la lirio… " (el pobre, horrorizado, nunca me
dejó. En casa no había tradición de farándula).
Pedí en unos Reyes un micrófono
que les costó mucho encontrar, con un cable que recorría toda la casa y que
acababa en un altavoz que emitía un ruido metálico todo el tiempo (Love me
tender, love me sweet, never let me go…); canté en el coro de la iglesia (Eres
más pura que el sol, más hermosa que las perlas que ocultan los mares…), en el
colegio (Waba buluba balam ben bun, tutti frutti, oh rutti,…), en campamentos
de verano (Cuando calienta el sol aquí en la playa siento tu cuerpo vibrar
cerca de mí…), en el coro del instituto (Pajarillo que cantas en la laguna, no
despiertes al niño que está en la cuna…), en la catedral (Pange, lingua,
gloriosi corporis misterium, sanguinisque pretiosi…), en reuniones de amigos
(Sapo de la noche, sapo cancionero, que vives soñando junto a tu laguna…), en
el paraninfo de la universidad (Tú piensas que eres distinto porque te dicen
poeta y tienes un mundo aparte más allá de las estrellas…), en actos contra el
régimen franquista (Cuando canta el gallo negro es que ya se acaba el día; si
cantara el gallo rojo, otro gallo cantaría…), cuando descubrí la música
sudamericana (Angélica, cuando te nombro me vuelve a la memoria…), en el coro Carpe
Diem (En mi viejo San Juan cuántos sueños forjé en mis años de infancia…), en
privado: en el campo y en la playa, en la calle, en el coche, en viajes, en
casa, a mis hijos (Duérmete, niño, en la cuna que a tus pies tienes la luna y a
tu cabecera el sol; duérmete, niño, arrorró…)
Hacía voces con mi madre en canciones regionales que ella había aprendido en
la Sección Femenina (Agur jaunak, jaunak agur, agur t’erdi…), he cantado
romanzas de zarzuela (Raquel, tras ese muro prisionera, mi amor de tu prisión
viene a librarte…) y arias de ópera con ella mientras estábamos en casa
ocupadas en otras cosas (Un bel di vedremo levarsi un fil di fumo…); todavía
hoy utilizo esa vieja experiencia para que ella ejercite su memoria, porque las
canciones son de las pocas cosas que no se le han olvidado.
He cantado a grito pelado en parrandas y he cantado casi musitando al oído
de alguien; he cantado riendo y he cantado llorando y espero que me quede mucho
por cantar.
Cada mañana me levanto tarareando
canciones muy variadas, no tienen nada que ver unas con otras; me despierto
con una canción incorporada y me acompaña durante toda la mañana y a veces
durante todo el día.
Me gustan las rancheras (Me cansé de rogarle, me cansé de decirle que yo sin
ella de pena muero…), las zambas (Ahora que estás ausente mi canto en la noche
te lleva. Tu pelo tiene el aroma de la lluvia sobre la tierra…), los boleros
(Regálame esta noche, retrásame la muerte…), la samba (Olha que coisa mas
linda, mas cheia de graça, é ela menina que vem e que passa num doce balanço a
caminho do mar), la copla (Dame limosna de amores, Dolores, dámela por cariá…),
los fados (Não sei, não sabe ninguém por que canto o fado neste tom magoado de
dor e de pranto…): todo.
Es que me gusta cantar.