A estas alturas ya sobra decir que me gustan las
playas, el mar abierto, los muelles, las calas, pero como un charco de los de
aquí de toda la vida no hay nada. Un buen charco de rocas, con todos los tonos
de azul, verde, marrón, gris o dorado que puedas imaginar. Con el agua
llenándolo y vaciándolo poco a poco, con pequeñas cascadas interiores, con
zonas más profundas y otras más superficiales, con toda la vida interior que
puede llegar a generar: plantas, moluscos, peces, híbridos que emergen de la
roca con mil tentáculos, piedras de todos los tamaños y colores. Charcos para
remojarte o simplemente para contemplarlos igual que si miraras al fondo de
unos ojos, con mil reflejos de luz, pequeñas contracciones como de pupila,
emociones contenidas o derramadas, brillos de alegría o de furia. Charcos
mansos, charcos desbordados, recipientes de la fuerza del mar, ojos de la
marea.
Poesía pura en movmiento
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