martes, 13 de noviembre de 2012

Tal como éramos

En estos tiempos de recortes que nos está tocando sufrir, los de mi edad no podemos evitar echar la vista atrás y sorprendernos por los enormes cambios que hemos vivido. No olvidemos  que hemos pasado de una infancia con la radio y el periódico como únicos medios para  conectarnos al mundo, al universo de las tecnologías de la información y la comunicación, y todo en un espacio de tiempo bastante corto. Aquellos comienzos de la televisión en que toda la familia y los amigos nos sentábamos delante del televisor mirando embelesados la carta de ajuste, esperando a que empezara la programación, quedaron muy lejos. Muchos incluso han sido incapaces de seguir el ritmo de los cambios y se han quedado detenidos en un momento del progreso.
Obligados a ahorrar agua en las islas, uno de nuestros mayores placeres cuando empezamos a viajar a la Península o al extranjero era ver correr sin control ni recogida el agua dulce de los ríos y, en Asturias, incluso la sidra, que saltaba de las barricas y toneles en las sidrerías y corría como un riachuelo por la calle Gascona en Oviedo.
 Algo parecido nos pasó con todo lo demás. Y estos días de desastre económico nos traen de vuelta a la mente otros tiempos muy recientes de bonanza y derroche en los que se impuso la obsolescencia programada en nuestras vidas.
Acostumbrados a la verguilla y el alambre para reparar lo irreparable, de repente, sin fórmula de transición, cuando llevábamos un electrodoméstico averiado al servicio técnico, se nos ponían los ojos como platos al ver que nos daban otro nuevo y tiraban el estropeado: mirábamos asombrados cómo se desechaban aspiradoras, tostadoras y hasta televisores con pocos años de uso en pro de la dichosa obsolescencia programada, cuando en nuestras casas la primera nevera había durado lustros aunque al final llevara adosado a la parte inferior un trapo, o incluso un pequeño recipiente, para las pérdidas de agua.
Criadas en la época en que se lavaban a mano los pañales y los paños higiénicos, que se ponían a blanquear al sol en largas hileras en las azoteas, de pronto empezamos a comprar enormes paquetes de pañales  y compresas desechables -o de tirar, como decíamos entonces- que generaban kilos y kilos de basura pero que nos liberaban de unas tareas muy desagradables.
Después de toda una infancia de ir a la compra o a los recados con una bolsa en la mano, comenzamos a desbordar armarios de cocina con bolsas de plástico de todos los colores y tamaños. Ahora todos volvemos a llevar nuestra bolsa para las compras.
 Muchos más zapatos de los que podremos usar en toda nuestra vida se amontonan hoy en armarios que antes guardaban dos o tres pares. Con la ropa que hemos acumulado en estos años de bonanza  en nuestros roperos podríamos vestir a aldeas enteras. Tenemos una cantidad indecente de pendientes  para colgar de nuestro único par de orejas, anillos para adornar muchas manos y tantas y tantas pequeñas o grandes cosas que ocupan nuestro espacio doméstico.
Ahora toca volver de nuevo a la medida humana, moderar el consumo, soltar lastre y ponernos de nuevo frente a la policía en la calle reclamando nuestros derechos, aunque nos arriesguemos a llevarnos algún porrazo, como entonces. Tal como éramos.


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